lunes, 29 de enero de 2018

Guardián monstruoso

Guardián monstruoso  de pies cenizos
mi alma cautiva de tus entrañas
clama a tu colosal concepto
menos temor cuando me bañas
de sombras que guardan mi duelo.

Déjame reptar entre suculentas
bajo las ramas que espinas lucen
con el pecho quemado por las tintas
que ante la ponzoña escurren
sanando el grito de mis hijos idos.

Así oraba entonces.
Más perdido que la verdad ausente, de la memoria en la fila que tramita el olvido.
Nadie es más que yo y mi reemplazo este, ignora que asesiné al hombre sabio, cuando en mi ignorancia le ahogué.
Se terminaron los oficios y gasté el último folio. Lo lancé a la corriente en picada de una cascada de humor negro, que se petrificó atrapando en su interior el brillo pálido de una hoja, con mi nombre escrito al reverso. Esta sangre de una cortadita mortal, estos y esos brotes que mi cuerpo no toleró.
He matado a un hombre y mi huésped no ha descubierto quien soy.




martes, 19 de diciembre de 2017

Millones de miradas

Animada por insectos que se alborotan dentro suyo, consigue dar un par de pasos para alcanzar meticulosamente y en silencio, el anillo de plata; antigüedad que hizo suya tras la ganga de un Tonayán, una "paleteada" con vietnamita negra y la cita peligrosa con una chica de seda y rombos sobre las piernas.
Casi abatida, logra desprender un seguro artificioso que sostiene la mitad de una gema, podría ser una simple tapa de resina con efecto de piedra preciosa. De una cavidad de unos cinco milímetros de circunferencia y poco más de profundidad, brota una chispa que al reflejo sobre sus ojos se distingue como un frote de esperanza; como una brisa radioactiva hecha para salvarla en casos de muerte inminente.
Todo el apartamento será calcinado de súbito, pero su cuerpo permanecerá frío, terso y pleno.
Sin miedo ni dolor, moribunda por el gas que la intoxicó, es como da inicio el asesinato de los insectos que dieron pasos al siniestro ser de millones de miradas.












miércoles, 6 de diciembre de 2017

Milenial

Tal es la fuerza de su imagen, que como esos círculos de luz que uno
visualiza al cerrar los ojos, no puedo dejar de mirarle y experimentar
la impotencia de no poder deshacerme de ella.
Una adolescente drogada que no rebasa los veinticuatro años (bueno,
habemos adolescentes de treinta y seis), con una cabellera pajosa de
un lacio quebrado por, quizá, un par de días sin ducha. De pómulos
saltones que estiran la piel de su rostro hasta que parece a punto de
reventar.
Jamás sospeché que se me acercaría, sobre todo, después de oír su voz
aniñada decir que le cagaban los pseudos intelectuales que se sientan
a escribir y miran a los milenials con una sonrisa de desprecio
disimulado.
Timoteo ladró llamando su atención y no dejaba, ella, de mirar hacia
donde intentaba calmar a mi perro que chillaba mientras una perrita
pasaba a lo lejos.
Se acercó con un ademán de pequeña y cara de inocente, pidiendo mi
aprobación para consentir a Timo. Asentí con la cabeza mientras un no,
rondaba mi mirada, mis ojos no evitaban disparar sobre la mugre de sus
manos de un niño que recién hizo unos pastelillos de lodo, con esas
perfectas medias lunas negras, entre la piel y las uñas.
Esta chica, que hace unos minutos, entre el humo de la caca de chango
más rancia y su sosa voz, me despreciaba; que sin necesidad de estar
en esas condiciones, se notaba alegre, entre el grupo de fumetas, con
brazos apesadumbrados y voces de chicos pseudos rebeldes que hablan
pestes de la poesía de Neruda y alaban a Isabel Allende.
Cómo es posible que esta criatura olvidada de sí misma, pudiera, entre
las caricias a Timoteo y miradas a su grupo para no ser descubierta,
mostrar a propósito su escote exhibiendo su desnutrido seno, sin
embargo joven y sonreírme diciendo en voz baja esa frase tan brutal,
tan persuasiva y elocuente.
Los labios secos como las fibras de mis huesos, con un frío inusual,
me impidieron, me paralizaron.
Quedé por unos segundos en un estado vegetativo, por el tremendo
acierto de cada una de las palabras que perfectamente organizadas y
con una voz nada infantil, profirió para agregarse al viento en su
estupenda libertad, la joven yonqui, fumeta pequeño burguesa de lunas
negras entre la piel y las uñas.
Nunca subestimes a un milenial.






lunes, 20 de noviembre de 2017

Miedo

Todo, absolutamente todo le había sido dado por la vida sin esfuerzo alguno.
Casi bastaba con pensarlo para conseguirlo. Como si una caja de seguros, de acertijos mecánicos, se organizara en un acomodamiento perfecto a cada paso que daba.
No obstante, él no deseaba algo en exceso. Vivía sin interés alguno por atiborrarse de objetos, bienes, dinero. Sin intensión alguna, pese a lo sencillo que era, de acumular romances, viajes de aventura o algún tipo de erudición.
La comida, ese, ese era un placer que no le exigía mayor empeño y no aceptaba comer sin hambre.
Alimentar al alma era un ritual cotidiano imprescindible y promover sus ideas, emociones, sensaciones; eso era su religión.
Pero digamos, que había un rincón dentro suyo que permanecía vacío.
Ni el amor tan grande e inagotable que mantenía la atención de cada segundo en su vida, podía rozar ese leve pero elemental espacio; espacio vacío, ardiente oscuridad que la experiencia no lograba descifrar.
Entonces, repentinamente, como suele ser la llegada de los sucesos trascendentes, algo arribó al punto cero.
El miedo, ese era el gran tesoro que no había conseguido con facilidad. Así, también repentinamente, se abrazó al miedo como un hermano perdido y encontrado, como una tormenta a la que sus áridas tierras no despreciaban.
Fue más allá de sólo abrazarle, cuando acogía a su miedo resultando ser más grande de lo que pensó
Expulsó poco a poco cada contenido precioso que con tanta facilidad le había brindado la vida.
Entonces perdió el hambre, perdió los sueños, expulsó a su propia alma y sólo el amor restaba cuando descubrió su error.
Podríamos decir que como en casi todas estas historias donde aún predomina el amor, sólo eso, solo, podría salvarlo.
Tal vez...







martes, 14 de noviembre de 2017

Sin redención

Estacionado en el cajón más sucio de un estacionamiento vacío.
Con el temor entre los ojos y la llama calcinante recogiendo el temple de las costillas; se contraen, se expanden.
Todo movimiento remueve las brasas, excitando al cadaver que no aprendió a pudrirse, bautizando por segundos a una población de células abandonadas. Les da su propio nombre con apellidos de agonía, en tanto se bañan en la espesura, que pudiera ser a lo sumo, de tu sangre vaporosa que aún cubre sus dedos.
Meses atrás, corre el rumor, de un tal cancerbero lustrando sus botas con dicha sangre, gelatinosa, grumosa, lasciva pero nunca pútrida.
Tendido como lámina que nombra una calle; frío rótulo que deletrea un crimen. Exvoto inaceptable del delirio que la estupidez acumulada vomitó, sobrevive esa noche, cuando sus latidos espantan todo anhelo,  crispan la piel, los dedos sin tacto, los ojos sin sueño, abiertos como vientres de sapo irrigando miedo por las venas y cada diente que oculta el temor de dejarse ir, cuando la culpa le mira.








Emisarios del tiempo vencido

Protagonistas de cada segundo que tortura,
al tic tac de una inminente destrucción.
Palabras de una noche de regreso,
en sintonía con la daga que atraviesa el linde de mi piel,
furiosa daga, dragón de miel salada.
Consciencia de boxeador malherido,
que en un encuentro furtivo derrochó el empeño de una vida perdido,
perdiendo a trozos el corazón.
Llegada al extremo prometido,
sin ánimo,
sin voz y con el olvido encendido
que un tirano astuto nos vendió
como alimento de gigantes aprendiendo a cazar.
Legado del lego asesino que nos impulsó
a rozar un viento con veneno escondido.
Renta intermitente, pago de cuerpos que por años eludieron el mal clima
y yacen postrados a un andar que aniquila sus despojos;
que mata sus muertes acumuladas y las sepulta en el olvido,
sin terminar con el duelo jamás.
Barriles llenos en la cava pobre de un licor que se añeja en el exilio
para el goce eterno de sus emisarios,
los emisarios del tiempo vencido.





martes, 7 de noviembre de 2017

Cerca

Con los pies expuestos al borde de heladas rocas,
rostros resecos de burlas y muecas inmóviles
pese a clamar el cese de las llamas,
llenan de caricias mi piel que no se inmuta.

Vine al infierno a encender la antorcha guía,
esta que ahora ilumina mis pasos
enseñándome a sonreírle al miedo
que es mi sombra y el vacío en mis pupilas.

Sobrevivir con tu hiedra plantada en el pecho,
disimulando el ardor que reposa en mis pestañas
por aquel moribundo y aferrado cazador
que envolvió a mi hijo en telarañas.

Soy un accesorio del pasado más cercano,
un pendiente fino que irrita tu garganta,
soy mi carcel celebrando la sentencia
de ver mi alma vagar en el putrefacto cuerpo,
sin morir.